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Cabalgaba bien. Yo soy una buena amazona, pero él era tan bueno como yo o tal
vez mejor, no lo sé, entonces me pareció mejor, galopar sin tener estribos es
difícil y él galopaba pegado al lomo del caballo hasta que lo perdí de vista.
Mientras esperaba estuve contando las colillas que él había apagado junto al
chamizo y me dieron ganas de aprender a fumar.
Horas
después, cuando regresábamos en el coche de mi padre, él iba adelante, yo
atrás, me dijo que probablemente debajo de aquellas tierras yacía enterrada
alguna pirámide. Recuerdo que mi padre desvió la vista de la carretera para
mirarlo. ¿Pirámides? Sí, dijo él, el subsuelo debe estar lleno de pirámides. Mi padre no hizo ningún comentario. Yo, desde
la oscuridad del asiento trasero, le pregunté por qué creía eso. Él no me
contestó. Después nos pusimos a hablar de otras cosas pero yo me quedé pensando
por qué diría lo de las pirámides. Me quedé pensando en las pirámides. Me quedé
pensando en el pedregal de mi padre y mucho tiempo después, cuando yo ya no lo
veía, cada vez que volvía a esas tierras yermas pensaba en las pirámides
enterradas, pensaba en la única vez que lo vi montando a caballo por encima de
las pirámides y también lo imaginaba en el chamizo, cuando se quedó solo y se
puso a fumar.
[Los detectives salvajes, Roberto Bolaño]